Alberto Rodríguez se dio a conocer como director –junto a Santi Amodeo, amigo y compañero de escuela de cine– con El Factor Pilgrim, una interesante comedia con toques de thriller cuya sinopsis –un español, un inglés, un italiano y un holandés se hacen con la primera grabación de un grupo que podría ser The Beatles– podría sonarnos chiste setentero más que una magnífica e hilarante opera prima, que es lo que realmente es El Factor Pilgrim.
Con ese currículum siempre es difícil para un director colmar las expectativas de público y crítica. Lo intentó con un segundo trabajo –ya en solitario– El Traje, y no lo consiguió. También con 7 Vírgenes y con After, con mejores resultados en la segunda que en la primera. En ninguna de ellas terminaba de perder su frescura. Pero le faltaba redondear su talento con una película de mayor calado, quizá más comercial, pero igual de visceral. Y ese trabajo es sin duda Grupo 7.
Jugando de nuevo en casa, en un entorno conocido, la Sevilla de finales de los ochenta, la de las obras de la Expo, de los hermanísimos corruptos, de la política del pelotazo, con los barrios más céntricos de la capital andaluza plagados de yonquis, politoxicomanos, quinquis y demás zombis reales y marginales y con una policía con ganas de servir y proteger, unas veces al ciudadano y otras al dinero. Pero no se alarmen, esto no va de polis corruptos, aunque los hay, ni de políticos trepas, que también los hay. El relato de Alberto Rodríguez es lo más parecido que hemos visto en nuestro cine a James Ellroy, un cine policiaco, sucio, callejero, realista, sin tapujos, pobre, miserable, capaz de lo mejor y de lo peor del ser humano.
Es encomiable la labor crítica que ejerce el guión sobre muchos de sus personajes, presentándoles a unos sin apenas diálogos, silentes, casi mudos, apenas masculladores de barra. Mientras otros son un auténtico vendaval verborréico. Sus policías no son ni buenos ni malos, sino todo lo contrario. Y es esa decisión por profundizar en las zonas grises la que ennoblece la película y con ella a todos sus personajes. Eso y una perfectísima caracterización rematada con una dirección de actores, entre los que destacan una lista de secundarios que dotan a Grupo 7 de un realismo pocas veces visto. Hay algo del cine de Jose Antonio de la Loma, algo de Eloy de la Iglesia, sin duda: pero aquí el cineasta tiene otras claves, otras referencias, más americanas, más francesas, tanto literararias como cinematográficas.
Bebe en el realismo de Greengrass en cuanto a estilo, pero su narración sigue apelando a clásicos del cine negro, personajes silenciosos a quienes juzgamos por su actos y por sus pensamientos, más que por sus palabras: algo de Ford, de Houston, de Alphaville, y por supuesto mucho de Ellroy.
Sin héroes ni heroísmos, el guión avanza mostrándonos de forma eficaz el trabajo de actores soberbios como Antonio de la Torre, Jose Manuel Poga, Joaquín Nuñez, Inma Cuesta, o el mismísimo Mario Casas, un ídolo de adolescentes quizá en su papel más maduro y redondo hasta la fecha. En un año que se nos aventura más bien flojo, puede que estemos ante la mejor película española del año. Como mínimo, de momento, la más digna.
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