lunes, 20 de febrero de 2012

"The Descendents", brillante normalidad

Alexander Payne ha conseguido labrarse una merecida fama como retratista de la actual clase media norteamericana con tan sólo cuatro películas. Sus trabajos contienen una enorme carga de incisiva mordacidad, una sutil crítica ácida, no exenta de cierta ironía, que le sirve para mostrar los defectos –también las virtudes, que son menos– de una escala de valores cimentada en el prestigio y el poder económico. Payne es de los pocos directores de Hollywood a quien le gusta rascar para mostrarnos lo que se esconde bajo la superficie y lo hace apelando, casi siempre, a sus raíces literarias. Al menos es lo que se traduce al comprobar que sus cuatro mejores trabajos –Election, A propósito de Schmidt, Entre copas y Los descendientes– son adaptaciones de sendas novelas.

Para su desgracia, casi todas sus películas han sido precedidas por campañas de márketing que intentaban venderlas como comedias. La realidad es que en sus cuatro grandes trabajos antes mencionados sólo encontramos restos de comedia en el choque y la ironía con el que se presentan los personajes y en determinados destellos de sus sorprendentes e inteligentes diálogos; en lo demás, las situaciones que describe el cineasta son tan duras que en ocasiones cuesta calificarlas simplemente como dramas.

Los descendientes es un brillante relato, una incisiva adaptación, sobre la vida de un hombre a punto de ser desbordado por los acontecimientos y cuya vida familiar pende de un hilo. Es también una ejemplar lección sobre la transmisión familiar de los valores, sobre el poder de la humildad y sobre cómo el orgullo no es siempre tan importante como nos han inculcado. Todo eso lo hace Payne con un guión resuelto con una gran maestría –obra del propio Payne, Nat Faxon y Jim Rash–, sin concesiones, sin maniqueísmos, sin falsas emotividades encubiertas con temas musicales. La suya, aunque suene a tópico, es una mirada sincera hacia la vida de un hombre que debe recuperar el cariño de sus hijos tras descubrir que su felicidad estaba basada en un cúmulo de pequeñas, pero importantes, mentiras.

Fundamental el trabajo de los actores en esta excelente adaptación. George Clooney en primer lugar por conseguir despojarse del traje y las frases de cafetería de lujo para convertirse en algo singularmente tan difícil e inexistente como un tipo corriente, un abogado que responde al patrón de persona normal con un, aparentemente, comportamiento igual de normal. No sorprende que su trabajo haya llegado hasta el Globo de Oro, como tampoco sorprendería –con permiso de Gary Oldman, Leonardo DiCaprio y Brad Pitt– que se llevará el Oscar al Mejor Actor dentro de unos días. Otro tanto para, Shailene Woodley, descubrimiento veinteañero a la que le espera una brillante carrera. El resto, incluido Beau Bridges, se mueven con discreción pero con rotundidad, alrededor de esta pequeña gran historia basada en la novela homónima de Kaui Hart Hemmings.

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