A veces los silencios, lo que no se cuenta, de lo que no se habla y lo que no se ve, es más importante que lo que se nos muestra. Sucede en la literatura, en la pintura, en el arte en general, y sobre todo en el cine. En Shame, su director, el británico Steve McQueen –ningún parentesco con el fallecido actor de Hollywood– establece un diálogo con el espectador basado en detalles que ninguno de sus dos protagonistas, dos hermanos interpretados por Michael Fassbender y Carey Mulligan, se atreven a contar. Es precisamente ese subtexto escondido, pero palbable, y el abismo moral en el que se encuentra sumido su protagonista y los que generan buena parte de la tensión en la que se basa Shame.
Superado lo evidente, la parte física y superficial en la que McQueen nos muestra todo tipo de prácticas sexuales –en solitario, desde el ordenador, en pareja, en grupo u homosexual– , Shame representa en la figura de Brandon –Fassbender– la pornografía del alma, la desnudez interior: un hombre atractivo con una vida acomodada y metódica gracias a un trabajo de prestigio y a un céntrico piso en Nueva York. Todo apariencia. Brandon es en realidad un ser inestable, con enormes dudas morales, dominado por la vergüenza del título, incapaz de amar y que suple la ausencia de cariño con una enfermiza adicción al sexo. Sin entrar en más detalles que desvelen lo fascinante de la obra de este novel director –con sólo dos películas ya le podemos considerar como una de las nuevas promesas del cine europeo–, Shame es un trabajo de introspección, contado con las dosis justas de reflexión, con un estilo y una profundidad que asombran y en el que, más allá de la historia, sobresale el retrato de su protagonista tratado con mimo y con ternura, pero también con la distancia suficiente como para permitir que sea el espectador quien rellene los vacíos morales que McQueen plantea en su película.
Hay también un retrato de la ciudad, Nueva York, cuyo momento álgido y simbólico surge en la reinterpretación que Carey Mulligan hace del clásico de Frank Sinatra, transformando el brillo y esplendor de la original en melancólica y sublime tristeza crepuscular. Son casi cuatro minutos que resumen el sentido de la historia y que, como en el resto del filme, cuentan más con el cómo que con el qué.
Shame es también la culminación de un actor, Michael Fassbender, que se ha convertido en imprescindible y que cuando lleguen hasta nosotros Haywire –Steven Soderbergh– y Prometheus –Ridley Scott–, habrá estrenado en España seis películas en menos de un año. Un record para un actor que hasta ahora era conocido por un papel en Hermanos de sangre y su villano en el bélico de Tarantino Malditos bastardos. Este su segundo trabajo junto a Steve McQueen –el primero fue Hunger, en 2008–, lo certifica: sin duda estamos en la era Fassbender.
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