Seguramente Aleix Delaporte, la directora y guionista de El amor de Tony, no lo sabe pero su relato es heredero directo de la obra maestra de Ricardo Franco, La buena estrella. Y salvando las distancias, sus personajes se mueven en similares círculos y responden a patrones similares.
De entrada, Delaporte ha debutado con una ópera prima que juega al cine social cuando en realidad lo que nos cuenta tiene más que ver con el aislamiento y la soledad que con cualquier análisis socio-económico. Lo que no significa para nada que lo eluda: el entorno en el que se mueven Tony y Angèle es frío, hostil y huele a pescado que tumba. No vemos edificios sí en cambio, almacenes, factorias o pequeñas casas que circundan el puerto. Todo forma parte metafórica de soledad del alma que intenta describirnos. Así, jugando con uno de los personajes de La vida soñada de los ángeles –no olvidemos que aquí también tenemos una Angèle– la película intenta mostrarnos que a pesar de los contrastes entre las vidas de Tony y Angèle, ambos padecen idénticas carencias emocionales. La rutina de pescador se ve alterada por la presencia desbordante de una joven inconsciente que ha pasado por la cárcel y que intenta recuperar a un hijo al que apenas conoce.
Y aunque no estamos ante una obra maestra, ni siquiera a la altura de las anteriormente mencionadas –La buena estrella, La vida soñada de los ángeles– , El amor de Tony es una encomiable primera película que, redenciones finales a parte, resume de forma certera uno de los males de la sociedad actual: la insolidaridad y la falta de cariño. Los premios recibidos hasta ahora –el de la Crítica en la Mostra de Valencia y el Premio Michel d'Ornano a la Mejor Ópera Prima francesa, entre otros– avalan la calidad del trabajo, tanto de su directora, como sus dos protagonistas, Clotilde Hesme y Grégory Gadebois.
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