Thor, protagonizado por la escultural y labrada figura del australiano Chris Hemsworth, hijo de Odín, padre de todos, es un guerrero soberbio, engreído y prepotente con un comportamiento más próximo al de un niño pijo con martillo y armadura, que al del heredero del mitológico reino de Asgard. Todas estas ‘virtudes’ le llevarán al destierro –¿se puede llamar así cuando le echan de su planeta y le mandan a la Tierra?–, gracias al cual conocerá a Jane Foster (Natalie Portman), la que se convertirá en su amor platónico.
Así, el prólogo de Thor, nos sumerge en un mundo plagado de reinos fantásticos, fondos irreales, monstruos, batallas, tronos y demás virguerías digitales, un universo espectacular en sus imágenes y contundente en sus diálogos. Brannagh no desdeña los efectos, pero tampoco se somete a ellos y por eso su Thor consigue evitar la parafernalia dicharachera a la que estamos acostumbrados en el género. Su visión incide más en las ambiciones de un superhéroe que encuentra más semejanzas en clásicos como El rey Lear o Macbeth que en unos tipos enfundados con mallas de colores: el ansia de conquista de Thor se complementa con las oscuras ambiciones de su hermano Loki (Tom Hiddleston), ambos aspirantes al trono de Odin (Anthony Hopkins).
Aunque no hay que equivocarse: una cosa es lo que su director quiere y otra lo que consigue. Y es que el espectáculo necesario para poner en pie al personaje tiene tanta presencia en la producción, que termina ahogando cualquier intento de introspección. Aún así, el resultado es una película de acción espectacular que revitaliza el género épico y que ofrece entretenimiento en altas dosis. Mucho Anthony Hopkins, mucho Chris Hemsworht, mucho Tom Hiddleston, y un poquito menos de Natalie Portman, que para eso tiene ya otras cuatro películas en cartelera.
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