Hanna es un híbrido, modelo tres en uno, inspirado –como mínimo– en otros tantos personajes distintos y distantes. Su aspecto infantil y primitivo remite a una representación del mito del pequeño salvaje con el que nos deleitó Truffaut, reconvertido aquí en el de una niña criada en los bosques finlandeses y acostumbrada a un modelo de vida natural basada en la ley del más fuerte. Hanna es también una especie de Frankenstein de laboratorio, creada con un cóctel variado de ADN –algo que el director nos anticipa, pero que su protagonista desconoce–, una criatura impaciente y curiosa en un mundo tecnificado y violento. Y Hanna será también una especie de pequeño Bourne moderno, una niña inocente y letal al mismo tiempo.
Su director, Joe Wright, ha querido dotar a su protagonista de un halo postmoderno y singular, utilizando –muchas veces abusando– un montaje basado en la música tecno y en los planos circulares. El resultado es una especie de tortura musical que rodea a una mística vacua, y que convierte la película en una historia mucho más convencional de lo que pretendían sus productores.
Por estética, y también por argumento, Hanna simula ser un capítulo de lujo de Expediente-X, lo que no es decir poco. Pero en su beneficio cuenta con tres actores soberbios: su protagonista, Saoirse Ronan, un desperdiciado Eric Bana y una Cate Blanchett un tanto caricaturesca pero siempre solvente. Con ellos y tras la primera hora, nos queda la sensación de que esto podría –y debería– haber dado para mucho más. Aún así, el entretenimiento está asegurado, gracias, como he mencionado, a la mirada hipnótica de su protagonista, Saroise Ronan, cuya esencia surge como un torrente cuando su personaje es sometida a un intensivo interrogatorio. Pero para saber de lo que hablo, inevitablemente, tendrán que ver la película.
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