Es difícil, prácticamente imposible, no sentir frustración, desagravio e indignación –palabras que a muchos nos suenan a sinónimos cercanos estos días– después de asistir a este pequeño bocado de realidad colombiana. Los colores de la montaña provoca esos sentimientos y muchos más.
Sabemos que lo que estamos viendo es una ficción, pero nuestro sentido común, afilado y alerta, nos indica que se trata de una realidad que tiene muy poco ficción. Estamos en Colombia, en un pueblecito de las montañas de Antioquia. Allí la guerrilla obliga a los campesinos a enrolarse en sus filas: si no lo hacen deben huir o morir. Allí los paramilitares que luchan contra la guerrilla tampoco perdonan: si sospechan de ellos, les matan. Allí los niños acuden a la escuela cuando pueden, porque no siempre hay profesora. Y cuando la tienen, lo hacen todos juntos porque no hay dinero para separar a los de 1º de los de 4º. Allí juegan al fútbol en un pradera, rodeados por un campo plagado de minas anti-persona.
Esa es la realidad en la que vive Manuel y sus amigos, y es la que ha intentado relatar Carlos César Arbeláez, en Los colores de la montaña. El guión, nacido en principio para un corto fue creciendo poco a poco, hasta tomar la forma de un largo. El director y guionista dice sentirse influido por el cine de Abbas Kiarostami, especialmente por A través de los olivos. Sin embargo, la percepión es que en su cine, por estilo, contenido y formas, planea la presencia del iraní Bahman Ghobadi y Las tortugas también vuelan. Arbeláez es en realidad un loco. Un loco genial y valiente que ha tenido el coraje de atreverse a hacer cine en Colombia –comenzó a trabajar la película en 2004–, por tratar el tema de la forma en que lo trata y por romper dos de las normas Hitchcockianas por excelencia: trabajar con niños y perros, y salir indemne de semejante hazaña.
Los colores de la montaña tiene carencias, por supuesto. Muchas de ellas técnicas. Se aprecia la falta de tiempo a la hora de rodar determinadas secuencias, así como ciertas dificultades –en ocasiones demasiado evidentes– de algunos de sus actores debido a una frágil vocalización. Pero al margen de eso, la película se sostiene y profundiza con temple en el terreno de la emoción. Fruto de ese trabajo han sido los premios recibidos por la película, entre los que destaca el Premio Kutxa-Nuevos Directores en el Festival de San Sebastián de 2010.
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