Son tantas, tan parecidas en ocasiones y con esquemas tan similares, las películas relacionadas con el deporte –béisbol, hockey, rubgy– que de entrada sorprende que Brad Pitt haya aceptado protagonizar la historia de un manager de la liga de béisbol profesional norteamericana. La razón tiene que ver en primer lugar con que tras ella se encuentran, probablemente, dos de los mejores guionistas que tiene la ficción de Hollywood, que es como decir, quizá, dos de los mejores guionistas del mundo: Aaron Sorkin y Steven Zaillian. El primero curtido en la televisión, donde ha dejado su firma en series tan carismáticas como El Ala Oeste de la Casa Blanca y Studio 60 y también en los guiones de Algunos hombres buenos, y recientemente en La Red Social. Zaillian ha frecuentado menos la televisión, pero de su cabeza han surgido historias tan audaces e inteligentes como la primera Mision Imposible, La lista de Schindler, Hannibal, Gangs of New York, la recién estrenada versión de Fincher de Millenum, e incluso nos ha dejado como director trabajos tan sólidos como En busca de Bobby Fischer o Acción Civil.
Cuesta creer que de esas cabezas y de la de Bennet Miller, director de Capote, no pudiese surgir un relato mínimamente digno. Por eso Moneyball dista mucho de ser la típica película de superación en la que un grupo de deportistas –de fútbol americano, basket o béisbol–, desmoralizados y derrotados al principio, terminan alcanzando las mieles del éxito tras un arduo periodo de dolor y redención. Moneyball no está por la labor. Aquí, con sus tramas y sus matices, Sorkin y Zaillian han optado por describir un hecho real sucedido en 2001 cuando el manager de los Oakland A’s y su ayudante cambiaron las reglas del juego de la liga profesional de béisbol –la tradicional tendencia de fichajes de estrellas– por una estrategia de equipo. Una trama a priori simplona que en sus manos transforma Moneyball en una brillante película, algo excesiva en su metraje pero rotunda en cuanto a intenciones y resultado.
Probablemente no sea la mejor interpretación de Brad Pitt, que sigue abusando de determinados tics –esa insistencia en golpear y tiras cosas a las que ya nos tiene acostumbrado– , pero el suyo es un trabajo digno. Como lo es el de Jonah Hill o Phyllip Seymour Hoffman, quizá los intérpretes que más tiempo se dejan en la pantalla, muy por encima de Robin Wright, quien comienza a repetir apariciones brevísimas e insustanciales que poco o nada ayudan a su carrera.
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