Catorce años después de la publicación de su primer libro y diez desde el estreno de su primera película, Harry Potter y la piedra filosofal, la saga de películas sobre las peripecias del niño mago llega a su final. Un final anunciado, casi precipitado, en las dos anteriores, es decir en Harry Potter y el misterio del Príncipe y en la primera parte de ésta que nos ocupa.
Durante estas 8 películas los tres protagonistas han crecido a la par, mientras que sus personajes lo han hecho de forma desigual. Así, en cuanto a los segundos queda demostrada la madurez de Harry que, de inocente, indeciso e incrédulo niño, ha pasado a adolescente valiente, decidido y con la madurez suficiente como para asumir su papel de elegido. Hermione y Ron en cambio, mantienen intactas sus cualidades –resabidilla ella, tontorrón y despistado él– al tiempo que nos ofrecen una desencajada e insípidamente química relación de amor.
Las novelas, y mucho más sus adaptaciones, se han ido oscureciendo con el tiempo. Una evolución que se hizo evidente con El prisionero de Azkaban –película magníficamente dirigida por el mejicano Alfonso Cuarón– y que se ha corroborado en las tres últimas, pero sobre todo en esta segunda parte de Las reliquias de la muerte. Una influencia debida, principalmente, a los diferentes estilos de sus cuatro directores: el encargado de las dos primeras, Chris Columbus –guionista y director especializado en cine comercial para los más pequeños– fue una buena elección para destapar a un personaje que se confirmaba ya como ídolo literario infantil. Pero el giro de Cuaron, –salvando el escollo de Mike Newell en la cuarta– se confirmó con la batuta y el profesionalismo del británico David Yates, quien ha dedicado cuatro años de su vida a cerrar el círculo, cada vez más tétrico y oscuro, de las adaptaciones.
La singularidad de esta última entrega tiene mucho que ver con las fuentes cinematográficas en las que ha bebido la iconografía de Harry Potter, focalizando de forma explícita sus homenajes en tres de las trilogías más conocidas de la historia. Harry, Ron y Hermione, reproducen los esquemas emocionales de Luke, Han Solo y la princesa Leia –incluido el origen del propio Harry/Luke– igual que las varitas comparten su similitud lumínica con las espadas láser. Y por si había dudas, Yates se permite el lujo de actualizar la famosa secuencia de Star Wars en la que los tres protagonistas están a punto de perecer en un triturador de basuras. La segunda trilogía, menos obvia y literaria, pero igualmente reconocible gracias a esa mención de “el elegido”, nace de Matrix. Harry es un Neo mago, un Neo que, con la ayuda de sus amigos y el resto de la Orden, debe enfrentarse a su propio destino, o lo que es lo mismo, el destino de toda la humanidad. Y por último, presente en toda la obra de Rowling está Tolkien. Donde ponía Saruman aquí pone Voldemor, donde Gandalf ponemos Dumbledore, y por supuesto en el lugar de Frodo pongamos a Harry Potter. De otras múltiples referencias, en esta última novela-película no podemos olvidarnos de la artúrica adaptación de Boorman y su espada mágica en Excalibur.
Habrá quien eche de menos una despedida con más épica, una batalla desmedida y una lucha entre el bien y el mal, más y mejor aprovechada digitalmente hablando. Pero lo cierto es que este broche, sin derroches ni lujos, ofrece una brillante salida a la historia del niño mago, y lo que todavía se agradece más es que la película no supere las dos horas de duración. Lo que garantiza un excelente ritmo narrativo y mucho menos cansancio para los más pequeños. Sí es patente la escasa presencia de personajes tan emblemáticos como Dumbledore y Sirius Black, algo que queda compensado con ese enigmático Severus, tan sobriamente interpretado por Alan Rickman.
No hay comentarios:
Publicar un comentario