La mayoría de las comedias románticas americanas recientes padecen una grave enfermedad, tal vez una epidemia, que consiste en que, sabiendo cuál va a ser su final –felices para siempre–, ni siquiera se molestan en presentarnos un cómo, es decir un relato que ofrezca algo más allá de las previsibles secuencias de buen rollo, visita familiar, comidas con porqués y visitas a las azoteas.
Quienes se atrevan a acercarse hasta Con derecho a roce se van a encontrar con una buena dosis de estas predecibles secuencias. La única originalidad (resulta casi un atrevimiento llamarle así) consiste en un acercamiento –verbal, nunca físico, ya que en la cinta no se enseña ni un pezón– descriptivo de los gustos sexuales de sus protagonistas.
Las carencias de Con derecho a roce tienen que ver con una ausencia prácticamente absoluta de tramas secundarias capaces de enriquecer la historia o, como mínimo, que descarguen el peso de la principal –la relación entre los dos amigos y su final como pareja o no pareja– y contribuyan de ese modo a mejorar el ritmo de la película.
Creen, productores y guionistas, que la suya es una actualización de Cuando Harry encontró a Sally. El problema es que su historia comienza con un polvo, lo que en el caso de ésta última no sucedía hasta más allá de mitad de la película. Por no mencionar la originalidad de los personajes, de sus singulares diálogos y de dos actores, Billy Cristal y Meg Ryan, en su mejor momento. Un cóctel que nos permite asegurar que la comedia de Rob Reiner es una de las comedias románticas más brillantes que ha parido el cine de Hollywood desde los ochenta hasta hoy en día.
En la que nos ocupa, el peso, diríamos casi total, lo sostiene ese gran descubrimiento que se llama Mila Kunis, un raro y escaso ejemplo de belleza especialmente dotada para la comedia que consigue encandilarnos durante algunas escenas. Mientras eso ocurre, en el otro lado nos encontramos con un Justin Timberlake anodino que se dedica a desplegar su amplio –y ridículo– abanico de monerias musicales que el director, Will Gluck, debería habernos ahorrado. Ni Patricia Clarkson ni Woody Harrelson tienen apenas espacio para desarrollar sus respectivas cualidades en una comedia al uso, superficial y olvidable a los cinco minutos de haberla visto.
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