El cine norteamericano apenas permite fisuras por las que se cuelen artistas cuyo mensaje vaya más allá del oficialista y ombliguista “hagamos imágenes que entretengan, llenen los cines y nos hagan ganar mucho dinero”. Por eso sorprende que un apasionado profesor de literatura y amante confeso del espectáculo audiovisual, haya tenido la osadía de atravesar una de esas rendijas para cimentar una carrera tan sólida, personal e interesante con tan sólo cinco películas en cuarenta años de vida.
Terrence Mallick es "el último mohicano del cine", un tipo luchando contra natura, enfrentándose a todos los elementos de una industria que él ha considerado y sublimado como forma de expresión artística.
Desde su primer largo, Malas tierras, el cineasta ha conseguido más aprecio y galardones en Europa y Australia que en su propio país. Es un precio quizá a la irreverencia, a un estilo alejado de los circuitos comerciales. Sorprendentemente, su cine, su poco cine, ha sido apreciado por estrellas como Martin Sheen, Richard Gere, Colin Farrell, ahora Brad Pitt y Sean Peann, o el extensísimo reparto de La delgada línea roja. Para comprenderlo, mejor que hablar es repasar todas sus películas, o acercarse, con muchísima curiosidad y disposición hasta este, su quinto trabajo –esperemos que no el último– hasta la fecha.
El árbol de la vida es muchísimo más arriesgada que El nuevo mundo y desde luego que La delgada línea roja. Concebida como una especie de recorrido desde los orígenes de la vida, una auténtica cosmogénesis, desde los primeros momentos en los que el universo tomaba forma hasta el destino final de nuestras almas, la película se divide en tres partes bien definidas. En la primera el director juega por vez primera con los efectos digitales y reconstruye el origen del universo, la formación de La vía lactea y de la evolución de la vida en la Tierra, como si de un hipnótico documental del Discovery Channel se tratase, sólo con música e imágenes. La tercera, mucho más breve, sirve de epílogo metafórico de la propia vida. Pero es en la segunda donde realmente Mallick ha volcado toda su magia y su talento, describiendo en ella la vida de una familia –padres y tres hijos– desde el punto de vista de su primogénito. Comenzando por el parto, atravesando una idílica infancia en un pequeño pueblo de Texas en la que los tres hijos descubren la hierba, el agua, la música, y ya preadolescentes el amor y la muerte. Así hasta la edad adulta, con diálogos minimalistas y con una concepción y una estructura totalmente ajenas a las reglas del cine, Mallick construye postales, momentos y estados de ánimo como pocos directores han conseguido. El retrato de ese padre modélico, cariñoso, pero también disciplinadamente autoritario, interpretado por Brad Pitt; de esa madre abnegada, tierna –Jessica Chastain–, y de sus tres hijos singulares, emociona tanto como asombra. Es el suyo un lenguaje narrativo de difícil acceso, minucioso en los detalles y los planos, pero profundamente motivador.
Mallick recuerda lo mejor del Kubrick de 2001: Una odisea en el espacio, con la ventaja de que el primero antepone las emociones sin desperdiciar ni un solo plano. El resultado es una película de una belleza inusual, por momentos pura poesía visual, para la que se requiere un esfuerzo adicional que no todos los espectadores estarán dispuestos a realizar.
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