En un época de crisis tan galopante como la que que nos encontramos y que, quien más quien menos padecemos, resulta incomprensible que una productora derroche una ingente cantidad de dinero en un producto tan innecesario, tan vacuo y tan bochornosamente espantoso como este Tiburón 3-D. No hay excusas capaces de avalar semejante desaguisado. Ni por público –¿el juvenil que acude a las salas en busca de sangre y carnaza tipo Saw?– ni por prescripción de una tecnología tan –ridículamente aquí– sugerente como es un 3-D de pacotilla que deja en entredicho el futuro de un sistema que comienza a mostrar síntomas de enfermedad terminal a los pocos años de su nacimiento.
Es por tanto un truco innecesario, una operación comercial deleznable, e incluso indigna del peor de los esbirros de Lehman Brothers, sacar a la luz una nueva entrega del Tiburón que con tanto mimo y esmero encumbró a Spielberg al olimpo de los dioses del cine. Un pecado que, ojalá, acabe en la papelera de algún videoclub on line, o tal vez en un festival de psicópatas frikis hartos de basura cinéfila.
Los culpables de todo esto son: Will Hayes y Jesse Studenberg, en el guión, y David R. Ellis en la dirección. En el currículum de este último nos podemos encontrar con obras igual de abyectas e innecesarias como la que nos ocupa: Destino final 2 y 4 y Serpientes en el avión. En el caso de ésta última, su única aportación, sólo apta para los fans más friquis, eran un puñado de frases que solo un tipo como Samuel L. Jackson puede sostener e incluso elevar a clásicos de serie B.
En Tiburón 3-D, en cambio, sin estrellas ni actores de calado, sus espantosos diálogos sólo producen asombro y sonoras carcajadas. Ese misterio mouriñista –“¿por qué?”– quedará sepultado porque en realidad a nadie debe importar este tiburón de mercadillo que se mueve entre lo peor de cine teenager de terror y que, esperemos, su productora no repita nunca más.
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