En 2003 el cómico británico Rowan Atkinson, Peter Howit y los guionistas William Davis, Neal Purvis y Robert Wade, intentaron –con bastante éxito– parodiar a uno de los bastiones cinematográficos, y literarios, del ficticio servicio secreto de Su Majestad, el irónico, machista y exitoso 007, también conocido como Bond, James Bond. El resultado económico fue de diez y el cinematográfico más bien de aprobado justito. Pero como está claro que aquí lo que prima es don dinero, después de alguna comedia como secundario y unas vacaciones –de ficción– con Mr. Bean, al bueno de Rowan le han convencido para recuperar de nuevo al temible y desastroso agente Johnny English.
Como él mismo Atkinson se ha molestado en explicar unas cuantas veces en las entrevistas de promoción, English tiene poco que ver con Mr. Bean: de entrada es bonachón y bienintencionado, amable, educado y ligón. Aunque ambos comparten esa extraña habilidad para convertir un paso por Buckhingam Palace en una serie de catastróficas desdichas, capaces de acabar con la mismísima monarquía. Y a pesar de conocernos casi de memoria las caras de este cómico de ojos saltones, orejas grandes y nariz respingona, no deja de sorprendernos algunos de su gags, que no por predecibles dejan de ser eficientes. Y es que la estela de su Bean televisivo es tan grande y su talento como comediante tan puro, que es difícil no dejarse llevar en determinados momentos por este inocente, despistado y desastroso agente secreto.
Lo más sorprendente de Johnny English es que, aún siendo un vehículo creado para expreso lucimiento gagsistico de su espigado intérprete, se haya permitido un guión mejor estructurado incluso que el de la última entrega del James Bond de Daniel Craig (Quantum of Solace). No en vano el personaje de Johnny English ha sido escrito y perfilado por Neal Purvis y Reobert Wade, los mismos guionistas de los tres últimos Bond. Con él han jugado por todos los recovecos paródicos, algunos insistente repetición de su primera película, otros nuevos. Una estrategia que le ha permitido mantener intacta su vis cómica en algunas de sus secuencias. Un Bean más blanco, menos gamberro, más educado, pero tan exageradamente torpe que casi da miedo. Y por cierto, recomendable quedarse hasta el final y no perderse los créditos.
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lunes, 31 de octubre de 2011
domingo, 30 de octubre de 2011
"Larry Crowne", el despido libre como paliativo
Tom Hanks ha volcado todas sus energías en una película de la que lo mejor que podemos decir es que ni está cruda, ni cocida. Y es que el mayor problema de Larry Crowne es no saber qué nos quiere contar y cómo nos lo cuenta: ¿querían un drama sobre la historia de superación de un tipo sin estudios que un buen día se queda sin trabajo y sin dinero para afrontar su hipoteca? o ¿una comedia sobre un tipo singular al que la vida le da un palo, las pasa realmente canutas pero él sigue adelante porque en el fondo no hay tío más optimista que él? Pues Hanks ha partido de un guión –escrito por él mismo, en colaboración con Nia Vardalos, la responsable también del sleeper Mi gran boda griega– que no es ni una cosa ni otra, sino todo lo contrario. Y es que tras ver Larry Crowne uno está deseando que le despidan de su trabajo –con una buena indemnización, eso sí– porque a partir de ese día todo le va ir a pedir de boca. Tendrá tiempo para sus amigos, renovará su interés por las matemáticas, ingresará fácilmente en la universidad, conocerá a una chica majísima y a su grupo de amigos mods, disfrutará más que Nani Moretti con su vespa –aquí scooter Yamaha– y conocerá a la mujer de sus sueños, su profesora que, aunque casada, pronto abandonará a su odioso marido para caer en brazos de su gentil y avispado alumno con la cara de Tom Hanks.
Visto así, podríamos decir que este debut como guionista y director del genial actor, bien puede entenderse como un proyecto encargado por la patronal empresarial norteamericana para hacer comprender a gobiernos y ciudadanos las bondades del despido libre. De otra forma resulta imposible concebir que un tipo con la inteligencia y la pasta de Tom Hanks haya convertido lo que bien podría haber sido un “los lunes al sol americano” en un “todo en un día tras ser despedido”. Claro que Hanks es un magnífico actor, como lo es Julia Roberts. Pero es de una grandísima prepotencia cinematográfica pensar que con el talento del primero y la sonrisa de la segunda se puede construir una buena película. Y si no que se lo digan a Gore Verbinski y su The Mexican.
Lo dicho: un argumento de semi-drama, o de comedia agridulce, que termina convertido comedia romántica superguay en la que todo, absolutamente todo, va viento en popa. Tanto que quizá Tom y compañía deberían haberse ahorrado el dinero de la película y producir con él la secuela de Band of Brothers. Aunque, ya lo saben, todo esto es sólo una opinión. Para todo lo demás juzguen ustedes mismos.
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Visto así, podríamos decir que este debut como guionista y director del genial actor, bien puede entenderse como un proyecto encargado por la patronal empresarial norteamericana para hacer comprender a gobiernos y ciudadanos las bondades del despido libre. De otra forma resulta imposible concebir que un tipo con la inteligencia y la pasta de Tom Hanks haya convertido lo que bien podría haber sido un “los lunes al sol americano” en un “todo en un día tras ser despedido”. Claro que Hanks es un magnífico actor, como lo es Julia Roberts. Pero es de una grandísima prepotencia cinematográfica pensar que con el talento del primero y la sonrisa de la segunda se puede construir una buena película. Y si no que se lo digan a Gore Verbinski y su The Mexican.
Lo dicho: un argumento de semi-drama, o de comedia agridulce, que termina convertido comedia romántica superguay en la que todo, absolutamente todo, va viento en popa. Tanto que quizá Tom y compañía deberían haberse ahorrado el dinero de la película y producir con él la secuela de Band of Brothers. Aunque, ya lo saben, todo esto es sólo una opinión. Para todo lo demás juzguen ustedes mismos.
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miércoles, 26 de octubre de 2011
"Four Lions", fullmontys, aspirantes a terroristas
“¿Se puede hacer humor sobre cualquier cosa?”, se preguntaba en su blog el humorista, escritor y guionista Luis Piedrahita. A lo que él mismo respondía: "El humor, como la croqueta, es una masa blandita y amable que aglutina pedazos de cosa con sabor. Y se puede hacer humor de todo igual que se pueden hacer croquetas con todo. ¿Se pueden hacer croquetas de encía de Papa de Roma, por ejemplo? Por supuesto que sí, siempre que las amase, las reboce y las fría un gran cocinero".
Aquí, el gran cocinero se llama Christopher Morris, director y guionista –junto con Jesse Armstrong, Sam Bain y Simon Blackwell– de este atentado contra lo políticamente correcto, un cineasta que se merece un monumento al riesgo cinematográfico, principalmente por haber tenido la valentía de utilizar la historia de cinco terroristas suicidas musulmanes, aspirantes a cédula de Al Qaeda en Londres, y convertirla en una comedia audaz, gamberra y sobre todo, políticamente incorrecta.
Cuenta el propio director que “a comienzos del milenio, cinco yihadistas planearon chocar contra un buque de guerra estadounidense con una lancha llena de bombas. A altas horas de la noche, deslizaron la lancha en el agua, la llenaron de explosivos. Subieron y la lancha se hundió”.
Con esa misma base, Four Lions, más que un experimento, es un caso aislado en un mundo –el de la comedia anglófila– constreñido por el miedo precisamente a esa corrección, y que deriva casi todos sus argumentos en lo puramente romántico. Por fortuna su director, Christopher Morris, se ha curtido en la escuela más gamberra de la televisión, donde ha protagonizado personajes tan estrafalarios, deformes y esperpénticos como el presentador de The Day Today o el jefe de The It Crowd –en España Los Informáticos–, ambas edificantes ejemplos de comedia de televisiva de ingenio y altura.
De argumento y estructura sencilla, Four Lions es sin embargo una carga de profundidad en cuanto a sus contenidos, no dejando títere con cabeza y desmenuzando todos los arquetipos conocidos relacionados con el desconocido mundo islámico británico y sus prejuicios. Los cinco musulmanes –que serán cuatro avanzada la historia–, aspirantes a muyahidines, peligrosos militantes de Al Qaeda, parten de un esquema similar al del Full Monty, para convertir la desgracia –en este caso menos evidente–, su falta de valentía y coraje como auténticos musulmanes, en la razón de ser para su incipiente superación. Pero la realidad del guión no nos ofrece ninguna razón contundente para que sus protagonistas den ese salto cualitativo, bien porque no la hay o bien porque el momento en el que Morris arranca su historia la elección ya está tomada. En cualquier caso su objetivo es evidente: ridiculizar hasta la saciedad los motivos, razones, argumentos y formas por las que cinco personas deciden dar su vida por una causa que ni siquiera ellos han conseguido comprender.
Con una realización muy cruda, una mezcla de televisión con cámara al hombro, algo de Greengrass y otro poco de Ken Loach, Morris construye una divertidísima comedia negra, tan negra que en ocasiones –y aunque resulta inevitable– uno siente vergüenza ajena de su propia risa.
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Aquí, el gran cocinero se llama Christopher Morris, director y guionista –junto con Jesse Armstrong, Sam Bain y Simon Blackwell– de este atentado contra lo políticamente correcto, un cineasta que se merece un monumento al riesgo cinematográfico, principalmente por haber tenido la valentía de utilizar la historia de cinco terroristas suicidas musulmanes, aspirantes a cédula de Al Qaeda en Londres, y convertirla en una comedia audaz, gamberra y sobre todo, políticamente incorrecta.
Cuenta el propio director que “a comienzos del milenio, cinco yihadistas planearon chocar contra un buque de guerra estadounidense con una lancha llena de bombas. A altas horas de la noche, deslizaron la lancha en el agua, la llenaron de explosivos. Subieron y la lancha se hundió”.
Con esa misma base, Four Lions, más que un experimento, es un caso aislado en un mundo –el de la comedia anglófila– constreñido por el miedo precisamente a esa corrección, y que deriva casi todos sus argumentos en lo puramente romántico. Por fortuna su director, Christopher Morris, se ha curtido en la escuela más gamberra de la televisión, donde ha protagonizado personajes tan estrafalarios, deformes y esperpénticos como el presentador de The Day Today o el jefe de The It Crowd –en España Los Informáticos–, ambas edificantes ejemplos de comedia de televisiva de ingenio y altura.
De argumento y estructura sencilla, Four Lions es sin embargo una carga de profundidad en cuanto a sus contenidos, no dejando títere con cabeza y desmenuzando todos los arquetipos conocidos relacionados con el desconocido mundo islámico británico y sus prejuicios. Los cinco musulmanes –que serán cuatro avanzada la historia–, aspirantes a muyahidines, peligrosos militantes de Al Qaeda, parten de un esquema similar al del Full Monty, para convertir la desgracia –en este caso menos evidente–, su falta de valentía y coraje como auténticos musulmanes, en la razón de ser para su incipiente superación. Pero la realidad del guión no nos ofrece ninguna razón contundente para que sus protagonistas den ese salto cualitativo, bien porque no la hay o bien porque el momento en el que Morris arranca su historia la elección ya está tomada. En cualquier caso su objetivo es evidente: ridiculizar hasta la saciedad los motivos, razones, argumentos y formas por las que cinco personas deciden dar su vida por una causa que ni siquiera ellos han conseguido comprender.
Con una realización muy cruda, una mezcla de televisión con cámara al hombro, algo de Greengrass y otro poco de Ken Loach, Morris construye una divertidísima comedia negra, tan negra que en ocasiones –y aunque resulta inevitable– uno siente vergüenza ajena de su propia risa.
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martes, 25 de octubre de 2011
"Colombiana", Nikita Latina
Decían, él mismo Alfred Hitchcock entre ellos, que el maestro del suspense repetía argumentos en todas sus películas: la búsqueda de un saboteador o un asesino, que casi siempre se encaminaba hacia un falso culpable, y entre medias, la aproximación al crimen perfecto. Son dos de los argumentos que nos podemos encontrar en casi todas sus historias.
Luc Besson, a mucha distancia del maestro, parece también empeñado –cuando no obsesionado– en contarnos una y otra vez las andanzas de esa niña huérfana acogida por mafiosos o asesinos cuyo único objetivo, una vez madurada, es vengar la muerte de sus padres y/o familiares, no sin antes obtener su diploma de asesina fría y letal. Nikita, la francesa, el remake americano rebautizado en España como La asesina y León el profesional, película en la que se nos reveló la presencia de Natalie Portman en idéntico personaje, son sus tres ejemplos más famosos.
Han pasado unos cuantos años, veintiuno desde que se nos revelera el original, pero como el personaje permanece vigente tal y como nos demuestra Maggie Q en la remozada serie Nikita, Besson ha decidido actualizar a su asesina favorita reconvertida en una sicaria hispana, concretamente colombiana. Con un argumento mil veces repetido –y que la reciente Hanna nos ha obligado a recordar– lo único reseñable es ahora el continente, que esta vez se llama Zoe Saldana –según parece la eñe se perdió por el camino desde República Dominicana hasta Queens–, protagonista casi absoluta de esta historia de acción y venganza. En ella, su director, Olivier Megatón –al que Besson ya encargó la dirección de Transporter 3–, aprovecha para lucir el escultural cuerpo de su protagonista, pero sin excesos, ya que Colombiana, a pesar de su altísima tasa de muertes por secuencia y el uso indiscriminado de armamento de todo tipo, debe estar al alcance de todos los públicos.
En la película además del actor neozelandés Cliff Curtis –que lo mismo da vida a un italiano, a un iraquí o a un capitán español– y el franco-americano Michael Vartan –sobrino de la cantante Sylvie Vartan y protagonista de la serie Alias– también cuenta con la presencia de Jordi Mollà, quien se anota en su marcador particular de capos de la droga otro personaje arquetípico de pocas palabras y muchas balas.
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Luc Besson, a mucha distancia del maestro, parece también empeñado –cuando no obsesionado– en contarnos una y otra vez las andanzas de esa niña huérfana acogida por mafiosos o asesinos cuyo único objetivo, una vez madurada, es vengar la muerte de sus padres y/o familiares, no sin antes obtener su diploma de asesina fría y letal. Nikita, la francesa, el remake americano rebautizado en España como La asesina y León el profesional, película en la que se nos reveló la presencia de Natalie Portman en idéntico personaje, son sus tres ejemplos más famosos.
Han pasado unos cuantos años, veintiuno desde que se nos revelera el original, pero como el personaje permanece vigente tal y como nos demuestra Maggie Q en la remozada serie Nikita, Besson ha decidido actualizar a su asesina favorita reconvertida en una sicaria hispana, concretamente colombiana. Con un argumento mil veces repetido –y que la reciente Hanna nos ha obligado a recordar– lo único reseñable es ahora el continente, que esta vez se llama Zoe Saldana –según parece la eñe se perdió por el camino desde República Dominicana hasta Queens–, protagonista casi absoluta de esta historia de acción y venganza. En ella, su director, Olivier Megatón –al que Besson ya encargó la dirección de Transporter 3–, aprovecha para lucir el escultural cuerpo de su protagonista, pero sin excesos, ya que Colombiana, a pesar de su altísima tasa de muertes por secuencia y el uso indiscriminado de armamento de todo tipo, debe estar al alcance de todos los públicos.
En la película además del actor neozelandés Cliff Curtis –que lo mismo da vida a un italiano, a un iraquí o a un capitán español– y el franco-americano Michael Vartan –sobrino de la cantante Sylvie Vartan y protagonista de la serie Alias– también cuenta con la presencia de Jordi Mollà, quien se anota en su marcador particular de capos de la droga otro personaje arquetípico de pocas palabras y muchas balas.
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lunes, 24 de octubre de 2011
"Los amos de Brooklyn", policíaco rutinario
Antoine Fuqua debe conocerse al dedillo el funcionamiento de los departamentos de policía de todo el país, y decimos esto por su largo historial, no delictivo sino cinematográfico, en el que abundan los thrillers policíacos de acción.
Los amos de Brooklyn parece seguir la estela de la eficiente Training Day, con la desventaja de contener un guión muchísimo más flojo y que mientras aquella describía las andanzas de una pareja de policías de Los Angeles –uno veterano y corrupto y otro novato–, esta se centra en una comisaría ubicada en las zonas más desfavorecidas del Brooklyn neoyorquino.
Con tres historias de tres modelos de policías, desde el detective obligado a corromperse para hacer frente a sus gastos familiares, hasta el encubierto que debe traicionar a quien le salvó la vida en la cárcel, pasando por el veterano abocado al infierno de la culpa por haber perdido a su compañero en una situación comprometida, Fuqua intenta radiografiar a un modelo de policía que, pese a todo, sigue sin abandonar su sentido del deber. Pero ni el desarrollo de la historia ni siquiera su final aportan nada a un género que ya tiene en la televisión –NYPD, The Shield y The Wire en el pasado, The Closer y Detroit 1-8-7 en la actualidad– su mayor valedor.
Dada la baja entidad del guión, la mejor parte corre a cargo de un grupo de grandes actores cuyas interpretaciones no salvan la película pero sí la hacen mucho más digerible. Desde Don Cheadle hasta Ethan Hawke, pasando por un veterano Richard Gere –que nos recuerda, vagamente, a aquel despiadado policía de Asuntos sucios, aquí mucho menos despiadado– y terminando en un desaparecido de la alineación de las estrellas Wesley Snipes. Ellos cuatro, con ayuda de Brían F. O’Byrne, Will Patton o Ellen Barkin, entre otros, hacen de Los amos de Brooklyn un policíaco introspectivo, interesante por momentos, arrítimico y falto de contenidos en otros.
Los amos de Brooklyn parece seguir la estela de la eficiente Training Day, con la desventaja de contener un guión muchísimo más flojo y que mientras aquella describía las andanzas de una pareja de policías de Los Angeles –uno veterano y corrupto y otro novato–, esta se centra en una comisaría ubicada en las zonas más desfavorecidas del Brooklyn neoyorquino.
Con tres historias de tres modelos de policías, desde el detective obligado a corromperse para hacer frente a sus gastos familiares, hasta el encubierto que debe traicionar a quien le salvó la vida en la cárcel, pasando por el veterano abocado al infierno de la culpa por haber perdido a su compañero en una situación comprometida, Fuqua intenta radiografiar a un modelo de policía que, pese a todo, sigue sin abandonar su sentido del deber. Pero ni el desarrollo de la historia ni siquiera su final aportan nada a un género que ya tiene en la televisión –NYPD, The Shield y The Wire en el pasado, The Closer y Detroit 1-8-7 en la actualidad– su mayor valedor.
Dada la baja entidad del guión, la mejor parte corre a cargo de un grupo de grandes actores cuyas interpretaciones no salvan la película pero sí la hacen mucho más digerible. Desde Don Cheadle hasta Ethan Hawke, pasando por un veterano Richard Gere –que nos recuerda, vagamente, a aquel despiadado policía de Asuntos sucios, aquí mucho menos despiadado– y terminando en un desaparecido de la alineación de las estrellas Wesley Snipes. Ellos cuatro, con ayuda de Brían F. O’Byrne, Will Patton o Ellen Barkin, entre otros, hacen de Los amos de Brooklyn un policíaco introspectivo, interesante por momentos, arrítimico y falto de contenidos en otros.
domingo, 23 de octubre de 2011
"Noche de miedo", menos miedo y menos comedia
Seguro que a todos nos provoca cierto cansancio y una enorme pereza mental asistir semana tras semana a cuartas, quintas, sextas partes y hasta a remakes interminables de películas más o menos recientes. Pues vayan acostumbrándose porque esto no ha hecho más que empezar.
Esta semana nos llega precisamente el de aquella famosa película de 1985 titulada también Noche de miedo (Fright Night), ópera prima escrita y dirigida, aquella, por Tom Holland, quien con el tiempo se convertiría –además de actor–, en alumno primerizo del cine de terror, con hitos tales como La sustituta o Muñeco diabólico.
El remake sirve –como es costumbre– para que los más jóvenes se pongan al día de las andanzas de esa especie de vampiro diabólico capaz de saltarse los tópicos del género y recorrer su vecindario a pleno sol o en mitad de la noche, según convenga por secuencia y argumento. El misterio, y por supuesto el miedo, están servidos merced a un guión escrito por el propio Tom Holland y al quien debe todas sus excelencias esta nueva Noche de miedo dirigida por Craig Gillespie, responsable de comedias como Lars y una chica de verdad y Cuestión de pelotas, distantes, por género y estilo, de ésta que nos ocupa.
En la actualización nos encontramos a partes iguales, aciertos y desaciertos. Entre los primeros la presencia de Colin Farrell en la piel de ese malvado vecino, de nombre Jerry, cuyas oscuras intenciones convertirán en un infierno la vida de sus vecinos. Farrell demuestra que sus aportaciones al tipo misterioso y diabólico están a la altura del siempre inquietante Chris Sarandon, a quien productores y director le han permitido un breve, brevísimo, cameo. Igual de refrescante la presencia, como secundaria, pero siempre enérgica, de Toni Collette, dando vida a la madre del protagonista, auténtico guiño a su imborrable personaje de la magnífica serie United Status of Tara.
El desacierto, en cambio, es no haber sido capaces de componer un cazavampiros a la altura de aquel singular, apocado y ridículo interpretado por Roddy McDowall que tan buenos momentos nos regaló en la original. El guión de Marti Noxon –autor en series como Buffy, Angel, Anatomía de Grey o Mad Men, entre otras– prescinde igualmente de ese tono de comedia casi por completo y se deleita con la maldad y el ambiente adolescente –chicas, instituto y esas cosas–, que es lo que parece interesarle más a los productores. Eso y recurrir al mercantilista sistema del 3-D, que quizá ayude a mejorar las cifras de recaudación de la película, pero que nada aporta a lo ya ofrecido por la original.
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Esta semana nos llega precisamente el de aquella famosa película de 1985 titulada también Noche de miedo (Fright Night), ópera prima escrita y dirigida, aquella, por Tom Holland, quien con el tiempo se convertiría –además de actor–, en alumno primerizo del cine de terror, con hitos tales como La sustituta o Muñeco diabólico.
El remake sirve –como es costumbre– para que los más jóvenes se pongan al día de las andanzas de esa especie de vampiro diabólico capaz de saltarse los tópicos del género y recorrer su vecindario a pleno sol o en mitad de la noche, según convenga por secuencia y argumento. El misterio, y por supuesto el miedo, están servidos merced a un guión escrito por el propio Tom Holland y al quien debe todas sus excelencias esta nueva Noche de miedo dirigida por Craig Gillespie, responsable de comedias como Lars y una chica de verdad y Cuestión de pelotas, distantes, por género y estilo, de ésta que nos ocupa.
En la actualización nos encontramos a partes iguales, aciertos y desaciertos. Entre los primeros la presencia de Colin Farrell en la piel de ese malvado vecino, de nombre Jerry, cuyas oscuras intenciones convertirán en un infierno la vida de sus vecinos. Farrell demuestra que sus aportaciones al tipo misterioso y diabólico están a la altura del siempre inquietante Chris Sarandon, a quien productores y director le han permitido un breve, brevísimo, cameo. Igual de refrescante la presencia, como secundaria, pero siempre enérgica, de Toni Collette, dando vida a la madre del protagonista, auténtico guiño a su imborrable personaje de la magnífica serie United Status of Tara.
El desacierto, en cambio, es no haber sido capaces de componer un cazavampiros a la altura de aquel singular, apocado y ridículo interpretado por Roddy McDowall que tan buenos momentos nos regaló en la original. El guión de Marti Noxon –autor en series como Buffy, Angel, Anatomía de Grey o Mad Men, entre otras– prescinde igualmente de ese tono de comedia casi por completo y se deleita con la maldad y el ambiente adolescente –chicas, instituto y esas cosas–, que es lo que parece interesarle más a los productores. Eso y recurrir al mercantilista sistema del 3-D, que quizá ayude a mejorar las cifras de recaudación de la película, pero que nada aporta a lo ya ofrecido por la original.
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viernes, 21 de octubre de 2011
"El árbol de la vida", poesía visual excesiva
El cine norteamericano apenas permite fisuras por las que se cuelen artistas cuyo mensaje vaya más allá del oficialista y ombliguista “hagamos imágenes que entretengan, llenen los cines y nos hagan ganar mucho dinero”. Por eso sorprende que un apasionado profesor de literatura y amante confeso del espectáculo audiovisual, haya tenido la osadía de atravesar una de esas rendijas para cimentar una carrera tan sólida, personal e interesante con tan sólo cinco películas en cuarenta años de vida.
Terrence Mallick es "el último mohicano del cine", un tipo luchando contra natura, enfrentándose a todos los elementos de una industria que él ha considerado y sublimado como forma de expresión artística.
Desde su primer largo, Malas tierras, el cineasta ha conseguido más aprecio y galardones en Europa y Australia que en su propio país. Es un precio quizá a la irreverencia, a un estilo alejado de los circuitos comerciales. Sorprendentemente, su cine, su poco cine, ha sido apreciado por estrellas como Martin Sheen, Richard Gere, Colin Farrell, ahora Brad Pitt y Sean Peann, o el extensísimo reparto de La delgada línea roja. Para comprenderlo, mejor que hablar es repasar todas sus películas, o acercarse, con muchísima curiosidad y disposición hasta este, su quinto trabajo –esperemos que no el último– hasta la fecha.
El árbol de la vida es muchísimo más arriesgada que El nuevo mundo y desde luego que La delgada línea roja. Concebida como una especie de recorrido desde los orígenes de la vida, una auténtica cosmogénesis, desde los primeros momentos en los que el universo tomaba forma hasta el destino final de nuestras almas, la película se divide en tres partes bien definidas. En la primera el director juega por vez primera con los efectos digitales y reconstruye el origen del universo, la formación de La vía lactea y de la evolución de la vida en la Tierra, como si de un hipnótico documental del Discovery Channel se tratase, sólo con música e imágenes. La tercera, mucho más breve, sirve de epílogo metafórico de la propia vida. Pero es en la segunda donde realmente Mallick ha volcado toda su magia y su talento, describiendo en ella la vida de una familia –padres y tres hijos– desde el punto de vista de su primogénito. Comenzando por el parto, atravesando una idílica infancia en un pequeño pueblo de Texas en la que los tres hijos descubren la hierba, el agua, la música, y ya preadolescentes el amor y la muerte. Así hasta la edad adulta, con diálogos minimalistas y con una concepción y una estructura totalmente ajenas a las reglas del cine, Mallick construye postales, momentos y estados de ánimo como pocos directores han conseguido. El retrato de ese padre modélico, cariñoso, pero también disciplinadamente autoritario, interpretado por Brad Pitt; de esa madre abnegada, tierna –Jessica Chastain–, y de sus tres hijos singulares, emociona tanto como asombra. Es el suyo un lenguaje narrativo de difícil acceso, minucioso en los detalles y los planos, pero profundamente motivador.
Mallick recuerda lo mejor del Kubrick de 2001: Una odisea en el espacio, con la ventaja de que el primero antepone las emociones sin desperdiciar ni un solo plano. El resultado es una película de una belleza inusual, por momentos pura poesía visual, para la que se requiere un esfuerzo adicional que no todos los espectadores estarán dispuestos a realizar.
Terrence Mallick es "el último mohicano del cine", un tipo luchando contra natura, enfrentándose a todos los elementos de una industria que él ha considerado y sublimado como forma de expresión artística.
Desde su primer largo, Malas tierras, el cineasta ha conseguido más aprecio y galardones en Europa y Australia que en su propio país. Es un precio quizá a la irreverencia, a un estilo alejado de los circuitos comerciales. Sorprendentemente, su cine, su poco cine, ha sido apreciado por estrellas como Martin Sheen, Richard Gere, Colin Farrell, ahora Brad Pitt y Sean Peann, o el extensísimo reparto de La delgada línea roja. Para comprenderlo, mejor que hablar es repasar todas sus películas, o acercarse, con muchísima curiosidad y disposición hasta este, su quinto trabajo –esperemos que no el último– hasta la fecha.
El árbol de la vida es muchísimo más arriesgada que El nuevo mundo y desde luego que La delgada línea roja. Concebida como una especie de recorrido desde los orígenes de la vida, una auténtica cosmogénesis, desde los primeros momentos en los que el universo tomaba forma hasta el destino final de nuestras almas, la película se divide en tres partes bien definidas. En la primera el director juega por vez primera con los efectos digitales y reconstruye el origen del universo, la formación de La vía lactea y de la evolución de la vida en la Tierra, como si de un hipnótico documental del Discovery Channel se tratase, sólo con música e imágenes. La tercera, mucho más breve, sirve de epílogo metafórico de la propia vida. Pero es en la segunda donde realmente Mallick ha volcado toda su magia y su talento, describiendo en ella la vida de una familia –padres y tres hijos– desde el punto de vista de su primogénito. Comenzando por el parto, atravesando una idílica infancia en un pequeño pueblo de Texas en la que los tres hijos descubren la hierba, el agua, la música, y ya preadolescentes el amor y la muerte. Así hasta la edad adulta, con diálogos minimalistas y con una concepción y una estructura totalmente ajenas a las reglas del cine, Mallick construye postales, momentos y estados de ánimo como pocos directores han conseguido. El retrato de ese padre modélico, cariñoso, pero también disciplinadamente autoritario, interpretado por Brad Pitt; de esa madre abnegada, tierna –Jessica Chastain–, y de sus tres hijos singulares, emociona tanto como asombra. Es el suyo un lenguaje narrativo de difícil acceso, minucioso en los detalles y los planos, pero profundamente motivador.
Mallick recuerda lo mejor del Kubrick de 2001: Una odisea en el espacio, con la ventaja de que el primero antepone las emociones sin desperdiciar ni un solo plano. El resultado es una película de una belleza inusual, por momentos pura poesía visual, para la que se requiere un esfuerzo adicional que no todos los espectadores estarán dispuestos a realizar.
jueves, 20 de octubre de 2011
"Cómo acabar con tu jefe", comedia negra a medio gas
Cómo acabar con tu jefe, para desgracia de empleados y beneficio de empleadores, no es un manual sobre cómo deshacerse de esos engorrosos, chillones, injustos y autoritarios jefes. Y sí, en cambio, una comedia semi-negra, sobre hasta dónde son capaces de llegar tres trabajadores modelo para conseguir que su vida sea un poco más placentera.
Su director, Seth Gordon, ha querido plasmar en este, su segundo largo de ficción –debutó con Como en casa en ningún sitio– las duras vivencias de tres amigos acuciados por el mismo problema: sus tiránicos y extravagantes jefes. Con un guión firmado por Michael Markowitz, John Francis Daley y Jonathan Goldstein –estos dos últimos protagonista y guionista respectivamente de la serie Bones– la historia oscila entre una comedia negra y el slapstick absurdo, sin llegar a ser ninguna de los dos. Y sin conseguir el grado de redondez de comedias recientes como La boda de mi mejor amiga, Cómo acabar con tu jefe contiene algunos gags ocurrentes y una buena elaboración de diálogos, algo que aplicado a un grupo de actores dotados para la comedia se convierte en una película con más aciertos que errores.
Destaca por encima del resto la solidez del personaje de Kevin Spacey, apuntada desde la primera secuencia y que, aún sin un remate brillante, sostiene buena parte de la historia. Por supuesto Jennifer Aniston, cuya vis para el género ha quedado ya sobradamente demostrada en las diez temporadas de la genial Friends; y con dos descubrimientos: el de un transformado Colin Farell y el de un Jaime Foxx extraordinaria y singularmente dotado para la comedia con una simple mirada. Menos espectacular pero igual de efectivo el trabajo de Jason Bateman, Jason Sudeikis y Charlie Day, a la sazón, los tres protagonistas “buenos”. Ellos y sus diálogos, hacen de este trabajo una película menos negra de lo que se merecía pero sumamente entretenida.
Su director, Seth Gordon, ha querido plasmar en este, su segundo largo de ficción –debutó con Como en casa en ningún sitio– las duras vivencias de tres amigos acuciados por el mismo problema: sus tiránicos y extravagantes jefes. Con un guión firmado por Michael Markowitz, John Francis Daley y Jonathan Goldstein –estos dos últimos protagonista y guionista respectivamente de la serie Bones– la historia oscila entre una comedia negra y el slapstick absurdo, sin llegar a ser ninguna de los dos. Y sin conseguir el grado de redondez de comedias recientes como La boda de mi mejor amiga, Cómo acabar con tu jefe contiene algunos gags ocurrentes y una buena elaboración de diálogos, algo que aplicado a un grupo de actores dotados para la comedia se convierte en una película con más aciertos que errores.
Destaca por encima del resto la solidez del personaje de Kevin Spacey, apuntada desde la primera secuencia y que, aún sin un remate brillante, sostiene buena parte de la historia. Por supuesto Jennifer Aniston, cuya vis para el género ha quedado ya sobradamente demostrada en las diez temporadas de la genial Friends; y con dos descubrimientos: el de un transformado Colin Farell y el de un Jaime Foxx extraordinaria y singularmente dotado para la comedia con una simple mirada. Menos espectacular pero igual de efectivo el trabajo de Jason Bateman, Jason Sudeikis y Charlie Day, a la sazón, los tres protagonistas “buenos”. Ellos y sus diálogos, hacen de este trabajo una película menos negra de lo que se merecía pero sumamente entretenida.
"Con derecho a roce", follamigos previsibles
La mayoría de las comedias románticas americanas recientes padecen una grave enfermedad, tal vez una epidemia, que consiste en que, sabiendo cuál va a ser su final –felices para siempre–, ni siquiera se molestan en presentarnos un cómo, es decir un relato que ofrezca algo más allá de las previsibles secuencias de buen rollo, visita familiar, comidas con porqués y visitas a las azoteas.
Quienes se atrevan a acercarse hasta Con derecho a roce se van a encontrar con una buena dosis de estas predecibles secuencias. La única originalidad (resulta casi un atrevimiento llamarle así) consiste en un acercamiento –verbal, nunca físico, ya que en la cinta no se enseña ni un pezón– descriptivo de los gustos sexuales de sus protagonistas.
Las carencias de Con derecho a roce tienen que ver con una ausencia prácticamente absoluta de tramas secundarias capaces de enriquecer la historia o, como mínimo, que descarguen el peso de la principal –la relación entre los dos amigos y su final como pareja o no pareja– y contribuyan de ese modo a mejorar el ritmo de la película.
Creen, productores y guionistas, que la suya es una actualización de Cuando Harry encontró a Sally. El problema es que su historia comienza con un polvo, lo que en el caso de ésta última no sucedía hasta más allá de mitad de la película. Por no mencionar la originalidad de los personajes, de sus singulares diálogos y de dos actores, Billy Cristal y Meg Ryan, en su mejor momento. Un cóctel que nos permite asegurar que la comedia de Rob Reiner es una de las comedias románticas más brillantes que ha parido el cine de Hollywood desde los ochenta hasta hoy en día.
En la que nos ocupa, el peso, diríamos casi total, lo sostiene ese gran descubrimiento que se llama Mila Kunis, un raro y escaso ejemplo de belleza especialmente dotada para la comedia que consigue encandilarnos durante algunas escenas. Mientras eso ocurre, en el otro lado nos encontramos con un Justin Timberlake anodino que se dedica a desplegar su amplio –y ridículo– abanico de monerias musicales que el director, Will Gluck, debería habernos ahorrado. Ni Patricia Clarkson ni Woody Harrelson tienen apenas espacio para desarrollar sus respectivas cualidades en una comedia al uso, superficial y olvidable a los cinco minutos de haberla visto.
Quienes se atrevan a acercarse hasta Con derecho a roce se van a encontrar con una buena dosis de estas predecibles secuencias. La única originalidad (resulta casi un atrevimiento llamarle así) consiste en un acercamiento –verbal, nunca físico, ya que en la cinta no se enseña ni un pezón– descriptivo de los gustos sexuales de sus protagonistas.
Las carencias de Con derecho a roce tienen que ver con una ausencia prácticamente absoluta de tramas secundarias capaces de enriquecer la historia o, como mínimo, que descarguen el peso de la principal –la relación entre los dos amigos y su final como pareja o no pareja– y contribuyan de ese modo a mejorar el ritmo de la película.
Creen, productores y guionistas, que la suya es una actualización de Cuando Harry encontró a Sally. El problema es que su historia comienza con un polvo, lo que en el caso de ésta última no sucedía hasta más allá de mitad de la película. Por no mencionar la originalidad de los personajes, de sus singulares diálogos y de dos actores, Billy Cristal y Meg Ryan, en su mejor momento. Un cóctel que nos permite asegurar que la comedia de Rob Reiner es una de las comedias románticas más brillantes que ha parido el cine de Hollywood desde los ochenta hasta hoy en día.
En la que nos ocupa, el peso, diríamos casi total, lo sostiene ese gran descubrimiento que se llama Mila Kunis, un raro y escaso ejemplo de belleza especialmente dotada para la comedia que consigue encandilarnos durante algunas escenas. Mientras eso ocurre, en el otro lado nos encontramos con un Justin Timberlake anodino que se dedica a desplegar su amplio –y ridículo– abanico de monerias musicales que el director, Will Gluck, debería habernos ahorrado. Ni Patricia Clarkson ni Woody Harrelson tienen apenas espacio para desarrollar sus respectivas cualidades en una comedia al uso, superficial y olvidable a los cinco minutos de haberla visto.
jueves, 6 de octubre de 2011
"La deuda", brillante thriller de espías
La deuda es la adaptación de uno de los éxitos del cine israelí de 2007, titulada originalmente Ha-Hov, escrita y producida por Assaf Bernstein e Ido Rosemblum, recoge una historia real sucedida entre 1965-66, cuando un equipo de tres agenes del Mossad perpetraron el secuestro de un famoso criminal nazi conocido como el “Cirujano de Birkenau”, para, posteriormente, ser juzgado en Israel.
Con la intención de dotar de mayor entidad e incluir más acción en la historia el director, John Madden, y el guionista, Peter Straughan, han optado por reconstruir con mayor detalle y profundidad el pasado de los protagonistas. El resultado es un thriller de espías realizado con una gran brillantez, heredero del Munich de Spielberg, y centrado en la huella que deja en la vida de los tres protagonistas la culpa y el arrepentimiento por una antigua misión.
Relatada sin maniqueísmos y apelando a la fuerza de la propia historia –gracias a unos personajes perfectamente definidos tanto en su pasado como en la del presente– La Deuda es uno de esos escasos ejemplos de cine inteligente que últimamente Hollywood ofrece con cuentagotas. Se agradece que los productores, aún considerando el pasado como elemento fundamental en la historia, no hayan optado por un sofisticado montaje plagado de efectos especiales, persecuciones y peleas al que tan acostumbrados estamos en los thrillers de género. En su lugar nos ofrecen una excelente batalla psicológica entre los captores y su presa, una reconstrucción fiel de los hechos, saltando del presente al pasado sin que el ritmo o la narración se resientan. Buena noticia esta presencia en nuestra cartelera que se une, sin quererlo, a El Caso Farewell –más fría, más histórica pero menos intrigante– protagonizada por Emir Kusturica y Guillaume Canet.
La estructura y la realización son también el decorado perfecto en el que se mueven con enorme soltura actores con tanta profesionalidad como Helen Mirren o Tom Wilkinson. Mérito que comparten con Jesper Christensen, Jessica Chastain –a la que pronto veremos en El árbol de la vida– y Marton Csokas, menos famosos pero cuyo trabajo merece igual consideración.
Con la intención de dotar de mayor entidad e incluir más acción en la historia el director, John Madden, y el guionista, Peter Straughan, han optado por reconstruir con mayor detalle y profundidad el pasado de los protagonistas. El resultado es un thriller de espías realizado con una gran brillantez, heredero del Munich de Spielberg, y centrado en la huella que deja en la vida de los tres protagonistas la culpa y el arrepentimiento por una antigua misión.
Relatada sin maniqueísmos y apelando a la fuerza de la propia historia –gracias a unos personajes perfectamente definidos tanto en su pasado como en la del presente– La Deuda es uno de esos escasos ejemplos de cine inteligente que últimamente Hollywood ofrece con cuentagotas. Se agradece que los productores, aún considerando el pasado como elemento fundamental en la historia, no hayan optado por un sofisticado montaje plagado de efectos especiales, persecuciones y peleas al que tan acostumbrados estamos en los thrillers de género. En su lugar nos ofrecen una excelente batalla psicológica entre los captores y su presa, una reconstrucción fiel de los hechos, saltando del presente al pasado sin que el ritmo o la narración se resientan. Buena noticia esta presencia en nuestra cartelera que se une, sin quererlo, a El Caso Farewell –más fría, más histórica pero menos intrigante– protagonizada por Emir Kusturica y Guillaume Canet.
La estructura y la realización son también el decorado perfecto en el que se mueven con enorme soltura actores con tanta profesionalidad como Helen Mirren o Tom Wilkinson. Mérito que comparten con Jesper Christensen, Jessica Chastain –a la que pronto veremos en El árbol de la vida– y Marton Csokas, menos famosos pero cuyo trabajo merece igual consideración.
miércoles, 5 de octubre de 2011
lunes, 3 de octubre de 2011
"Stella", ternura e inocencia perdidas
En ocasiones, la cartelera nos brinda ciertas casualidades, como por ejemplo que en la misma semana se estrenen Mammuth y Stella sendas películas protagonizadas respectivamente por padre e hijo. Con el añadido de que en los créditos de Mammuth el padre y protagonista, Gerard Depardieu, le ha dedicado la película a su hijo, Guillaume Depardieu. Justamente el año de su muerte a causa de una neumonía –octubre de 2008, a sus 37 años– el actor consiguió aunar el estreno de casi diez películas, nivel laboral sólo comparable al de su padre durante los años 70. En Stella, aunque menos protagonista, su trabajo es igualmente emotivo.
La presencia del enfant terrible, sumido y aprisionado casi hasta sus últimos días por el peso –enorme– de su padre, hace más emocionante disfrutar de una película que, al margen de su bienitencionda historia de aprendizaje sexual pre-adolescente y de su encomiable gusto musical, congrega pocos alicientes más.
Y es que Stella presume relatar la vida de una niña singular –vive con sus padres, dueños de un bar-café-salón de juego y baile por el que pululan un puñado de excéntricos personajes–, decidida, valiente y con una gran capacidad para comprender el mundo, pero que debe enfrentarse a un nuevo curso en una escuela secundaria para niños ricos justo en el momento en que su cuerpo transmite señales de una sexualidad incipiente. Contada desde el punto de vista de sus protagonista –una pequeña parte del relato la pone ,voz en off, la propia Stella–, su directora y guionista, Sylvie Verheyde, apuesta por la cámara al hombre en muchas ocasiones para acercarse hasta la vida cotidiana de su protagonista, momentos dotados de una belleza cándida con los que consigue un alto grado de empatía pero que en la que ni la historia, ni los personajes, avanzan por sí solos.
Con el recuerdo siempre presente de la vitalista Leolo del, también desaparecido, canadiense Jean-Claude Lauzon, Stella rememora de forma brillante el final de los setenta a través de su estética retro y sobre todo de la maravillosa e inigualable máquina de discos de bar, con la que los protagonistas disfrutan de éxitos de cantantes como Sheila, Gérard Lenorman, Vince Taylor, Eddy Mitchell o Umberto Tozzi.
Emoción, música y exquisita banda sonora para una película sin pretensiones, magníficamente interpretada y en la que destacan, por encima del resto, su protagonista, Leóra Barbara y el ya mencionado Guillaume Depardieu.
La presencia del enfant terrible, sumido y aprisionado casi hasta sus últimos días por el peso –enorme– de su padre, hace más emocionante disfrutar de una película que, al margen de su bienitencionda historia de aprendizaje sexual pre-adolescente y de su encomiable gusto musical, congrega pocos alicientes más.
Y es que Stella presume relatar la vida de una niña singular –vive con sus padres, dueños de un bar-café-salón de juego y baile por el que pululan un puñado de excéntricos personajes–, decidida, valiente y con una gran capacidad para comprender el mundo, pero que debe enfrentarse a un nuevo curso en una escuela secundaria para niños ricos justo en el momento en que su cuerpo transmite señales de una sexualidad incipiente. Contada desde el punto de vista de sus protagonista –una pequeña parte del relato la pone ,voz en off, la propia Stella–, su directora y guionista, Sylvie Verheyde, apuesta por la cámara al hombre en muchas ocasiones para acercarse hasta la vida cotidiana de su protagonista, momentos dotados de una belleza cándida con los que consigue un alto grado de empatía pero que en la que ni la historia, ni los personajes, avanzan por sí solos.
Con el recuerdo siempre presente de la vitalista Leolo del, también desaparecido, canadiense Jean-Claude Lauzon, Stella rememora de forma brillante el final de los setenta a través de su estética retro y sobre todo de la maravillosa e inigualable máquina de discos de bar, con la que los protagonistas disfrutan de éxitos de cantantes como Sheila, Gérard Lenorman, Vince Taylor, Eddy Mitchell o Umberto Tozzi.
Emoción, música y exquisita banda sonora para una película sin pretensiones, magníficamente interpretada y en la que destacan, por encima del resto, su protagonista, Leóra Barbara y el ya mencionado Guillaume Depardieu.
domingo, 2 de octubre de 2011
"Mammuth", un áspero Depardieu
Co-escrita y co-dirigida por Benoît Delépine y Gustave de Kevern –el primero director de la versión francesa de los guiñoles, el segundo actor y cómico, ambos creadores del programa de humor Groland Magzine–, Mammuth representa el sentido tragicómico aplicado a la vida de un obrero de clase baja que un día se encuentra de bruces con que su jubilación pende de un hilo si no es capaz de justificar todos sus años de trabajo. Para ello, Serge, el protagonista, emprenderá un viaje a lomos de su vieja motocicleta Mammoth, –la misma que valió su apodo de Mamut– que le servirá a modo de catarsis, para recuperar una parte de su pasado, entre el que se encuentra el recuerdo de su primer amor, Yasmine, a la que perdió cuando era joven en un accidente.
Mammuth parece una película construida casi expresamente para lucimiento de Gerard Depardieu, pero la realidad es que está historia esconde mucho más de lo que se aprecia en su superficie. De entrada ese viaje al pasado de su protagonista se nos presenta como una recuperación de la vida, de todas esas cosas que realmente importan. La película, concebida con tantos medios como pretensiones y con cierto toque de aspereza en forma y contenidos, intenta ser un canto a la vida para aquellas personas que una vez alcanzada la edad de jubilación, parecen destinadas al más absoluto de los olvidos.
Además de la sencillez con la que Delépine y De Kevern plantean la historia y su estilo fotográficamente tosco y saturado cual polaroid, hay un factor que ayuda a conseguir una gran credibilidad: un cásting encabezado por un Depardieu inmenso, en toda su literalidad, acompañado por la belleza –casi sugerida debido a la brevedad de su papel– de Isabel Adjani. Pero también con la presencia de Yolanda Moureau y esa singular poeta urbana llamada Miss Ming con la que los cineastas se cruzaron cuando preparaban su primera película, Avida, y que se ha convertido ya en habitual de casi todos sus trabajos.
+ Info.
Mammuth parece una película construida casi expresamente para lucimiento de Gerard Depardieu, pero la realidad es que está historia esconde mucho más de lo que se aprecia en su superficie. De entrada ese viaje al pasado de su protagonista se nos presenta como una recuperación de la vida, de todas esas cosas que realmente importan. La película, concebida con tantos medios como pretensiones y con cierto toque de aspereza en forma y contenidos, intenta ser un canto a la vida para aquellas personas que una vez alcanzada la edad de jubilación, parecen destinadas al más absoluto de los olvidos.
Además de la sencillez con la que Delépine y De Kevern plantean la historia y su estilo fotográficamente tosco y saturado cual polaroid, hay un factor que ayuda a conseguir una gran credibilidad: un cásting encabezado por un Depardieu inmenso, en toda su literalidad, acompañado por la belleza –casi sugerida debido a la brevedad de su papel– de Isabel Adjani. Pero también con la presencia de Yolanda Moureau y esa singular poeta urbana llamada Miss Ming con la que los cineastas se cruzaron cuando preparaban su primera película, Avida, y que se ha convertido ya en habitual de casi todos sus trabajos.
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