martes, 7 de febrero de 2012

"Un lugar para soñar", adaptación edulcorada

En 2006, el periodista y columnista del diario británico The Guardian, Benjamín Mee, decidió cometer, tal vez, la mayor locura de su vida: junto con su familia, Mee, compró una destartalada casona de trece dormitorios en Devon, al suroeste de Inglaterra, rodeada de doce hectáreas de bellas tierras con bosques, campos, lagos y una vistas asombrosas. Y en la que se incluían también 250 animales de distintas especies. Mee y su familia habían comprado un zoo. A partir de ese día, la vida del columnista se convirtió en una aventura continua: una hipoteca de más de medio millón de libras, la fuga de uno de sus felinos, la muerte repentina de su esposa, la concesión de la licencia de apertura para su zoo y uno de los veranos más lluviosos que se recuerdan en tierras británicas. Estas son algunas de las vicisitudes que el propio Benjamín Mee ha plasmado en su libro autobiográfico We bougth a zoo, que en España se ha traducido como Nos compramos un zoo, y que ha servido de inspiración para la película que aquí se ha traducido –de forma inexplicable, una vez más– como Un lugar para soñar.

Cameron Crowe, artífice de dos películas interesantes –Jerry McGuire y Casi famosos– y otras tantas decepcionantes –Vanilla Sky y Elizabethtwon– ha transformado un drama de vida en una edulcoradísima historia de superación. En sus manos, todo el material dramático, tenso, casi tragicómico, que destila la vida de Benjamín Mee se convierte en un listado de segundos tristes suplantados casi al instante por un buenrollismo de manual que termina convirtiendo un relato intenso en una película sin alma ni recursos. Son incomprensibles y desaprovechados algunos de los cambios que Crowe y su guionista, Aline Brosh McKenna, han introducido en su particular Nos compramos un zoo: como por ejemplo obligar al periodista a abandonar por completo su profesión, o a tomar la determinación de comprarse el zoo meses después de la muerte de su esposa utilizando como justificación la necesidad de un nuevo entorno para sus hijos. Son aportaciones que no aparecen ni en el libro ni en la vida del verdadero protagonista y que, a tenor del desarrollo del filme, resultan innecesarias. Al igual que de manual resultan las subtramas amorosas incuidas en el guión –algunas forzadas y mal contadas– y que rematan, cual guinda, un pastel muchísimo más almibarado que la materia prima en la que está basado.

Sin embargo –y en lo que Crowe es un maestro– el cineasta consigue extraer lo mejor de ese artífice en personificar al chaval de clase media trabajadora llamado Matt Damon. En él recae el peso de la acción y es su faceta de padre la que destila los mejores momentos –que los tiene– de la película. Damon y los secundarios de esta cinta, entre los que no se encuentra Scarlett Johansson, son lo mejor de una película que se merecía un guión más dramático y menos dulce.

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